El monje que tenía todas las respuestas

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En un pueblo Tibetano llegó la noticia que un sabio monje se dirigía a la villa. Los habitantes de los pueblos cercanos chismorreaban que él tenía todas las respuestas. 

¡Todas las respuestas a todas las preguntas!

Semejante rumor debía ser visto en ojos propios.
Todos los aldeanos, llenos de emoción, se dirigieron corriendo hacia la plaza del pueblo donde iban a recibirle.
Conforme llegaban comentaban entre ellos las preguntas que iban a hacerle.

—Quiero preguntarle al monje que pasa después de la muerte.
—Siempre me preocupó el motivo por el cual he nacido, el porqué de mi existencia.
—Yo quiero saber porque mi mujer no sabe cocinar arroz en su punto.
—¿Cómo puedo hacerme rico?
—¿Existe vida más allá del cielo? ¿Respiran las estrellas? ¿Habrá un mañana?
—¿Está loco Tenzin? ¿O sólo es su nombre el que lo impulsa a preguntar locuras?

Finalmente llegó el monje. Viendo a toda la gente reunida, se le dibujo una gran y ovalada «uve» de felicidad y serenidad en los labios. Se situó en un pequeño altillo, en la parte norte de la plaza, se le podía ver de cualquier rincón.

El monje miraba a todas las asistentes y regalaba su bella y brillante sonrisa.
De repente, y antes que nadie pudiese formular ninguna pregunta, el monje empezó a bailar.

Se animaba más y más. Bailaba más rápido y más alegre, dando saltos, palmas y moviéndose de lado a lado del altillo. Imitaba a monos y cabras, sus sonidos y movimientos.
Todo el pueblo estaba patidifuso. Nadie osaba decir nada, nadie quería dejar de observar.
El cenobita bailarín cesó su obra, se sentó en posición de loto y estuvo unos segundos observando a la gente con la quietud de Buda, una media sonrisa sin burla alguna.
Sin razón aparente se echó a reír. Como su baile, iba a más. Hasta que sus carcajadas resonaban por cada calle de la aldea.
Todos los presentes completamente desconcertados se les contagiaba. Risas graves, agudas, leves y atronadoras, con los ojos cerrados, agarrándose la barriga para no reventar, aplaudiendo, llorando e incluso golpeando al suelo.

El monje recuperó la calma, observaba con brillante felicidad al pueblo que se retorcía de risa por el suelo en la plaza. Esperó pacientemente a que todos los aldeanos terminasen de reír y volvieran a preguntarse qué estaba sucediendo. Llegó ese momento, y el público se sentó y quedó en silencio, observando la figura inmóvil en el altillo. Sin perder su sonrisa, el monje dijo:

—Espero que haya respondido a todas vuestras preguntas.

Y sin más, se levantó y se fue por donde había venido, andando, sin prisa alguna.
Algunos aldeanos se fueron a casa decepcionados por la respuesta del monje. Otros, en cambio, se fueron aún riéndose y muy felices de haber vivido aquella hermosa experiencia, pero la mayoría seguía en un desconcierto, reflexivos.

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