Hablaba de montañas y ríos como de granos llenos de pus y venas llenas de sangre.
Hablaba de como la rabia aumentaba tanto la presión, que tenía que abrir la presa y dejar que fluyera todo fuera.
No era cirujano, ni un chamán Azteca pero nada le impidió abrirse las venas a cortes gritando sortilegios arcaicos. Alguna deidad escucharía sus palabras ensangrentadas; al menos se quitaría toda esa presión, toda esa rabia de las venas.
«A ti me encomiendo, embrujado por mis semejantes, esculpido en irrespetuosa piedra mi cuerpo impuro ensucia la equidad. No hay amor en mi, no hay más que la tradición de papá de pegar a mamá. Agujerear. Trepanar su cabeza buscando sueños que no se encontraron nunca en su interior.
Aquí libero los ríos de mis venas a la enormidad del mar de estrellas.
Cortes en brazos, piernas, pechos, cabeza e incluso escroto y glande. Por cada corte nacía un afluente que regaba el suelo. Se dejó caer y miraba las estrellas. Vio que todo seguía ahí, de la misma forma que lo haría sin él. Sin su sangre impura, sin su vergüenza.
¿Que importaba expresarse con un bisturí o con un micrófono? Él optaba por su cuchillo y sus rezos, mucho más fiables.
Otros amigos le podían hablar de conferencias de LGBT y él les hablaba de Huitzilopochtli y cómo pedía a sus sacerdotes ser seres mágicos, amantes de cuerpos masculinos como los suyos. Diferenciar el poder del guerrero de el poder verdadero del hombre.
Nunca se despedía nadie de él sin darle un fuerte abrazo. En cada despedida daba la impresión que sería la última. Él les sonreía y les decía que amaba la vida más de lo que creían, pero su consciencia de la pequeñez que representa lo hacía demasiado libre como para encerrar su sangre en sus venas.
–Historia inspirada tras performance: La masculinidad debe ser destruida–